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martes, 19 de noviembre de 2019

RELATO CORTO, HUMOR LARGO


Esta es la cabecera de la revista digital donde escribe un amigo, oculto bajo la firma de Fred Gwynne, aquel actor que interpretó a Herman Munster en la famosa serie de los años sesenta, La familia Monster. Y no seré yo quien desvele su identidad.

Desde luego, el seudónimo le pega, por eso de la rareza, la singularidad del personaje que interpretaba el bueno de Fred. Si de Herman Monster podríamos decir que era un tipo insólito, extraño, pero muy querido, otro tanto podríamos decir de las creaciones literarias de la persona que está detrás de Fred Gwynne.

Gwynne, además de escribir artículos de opinión, escribe cuentos, cuentos de humor, de mucho y de buen humor. Me diréis que en eso no hay nada singular, el cuento de humor es un género con una larga tradición. Y tenéis razón, pero lo suyo es mucho más... específico. Un subgénero de un subgénero que, me atrevería a decir, él ha inventado.

Así es, sus narraciones cortas y humorísticas versan siempre sobre fútbol. Ya, ya sé que tampoco eso tan raro, aquí en Donosti, sin ir más lejos, existe Korner, el festival sobre fútbol y cultura en el que un buen rosario de plumas dejan sus cuentos sobre ese deporte. Y muchos de ellos, es cierto, tienen buenas dosis de humor.

Ciertamente, es así. La tradición narrativo-futbolera hunde sus raíces en el tiempo. Pero lo de mi amigo Gwynne es mucho más específico aún: todos sus cuentos giran en torno a un solo equipo de fútbol. Sus chanzas y sus anécdotas siempre se construyen sobre los jugadores, directivos o situaciones del mismo equipo.

Yo, que no soy nada aficionado a la literatura futbolística, ignoraba esta destreza suya —muy exitosa, por cierto— y quedé sorprendido cuando me hizo una breve selección de relatos para que los leyera. No solo me llamó la atención el buen ritmo y mejor humor, sino que me extraña que el susodicho equipo no esté ya pensando en recopilarlos para preparar un tomo de regalo a sus socios en estas navidades. 

En fin, aquí os dejo enlazados algunos de ellos:

El reino de la nada.

El reino de la nada VI.

Florentino Pérez se va de boda.

¿Favoreció al Barça Paulo Coelho?

Florentino Pérez sabe mucho de fútbol.

sábado, 20 de julio de 2019

SHEL SILVERSTEIN

Para Dani y Nahia.



Silverstein (1930-1999) fue una persona muy versátil que practicó muchas actividades creativas: poeta, músico, dibujante, cantautor... 

Seguramente, quienes hayáis estudiado inglés en la época escolar u os hayáis dedicado a la enseñanza de ese idioma con la infancia recordareis ese Ickle Me, aunque no sepáis de quién es. 

Sin embargo, el cuento más famoso de este creador entrañable, que nunca dejó de pensar en la infancia, es, sin duda, The giving tree —El árbol generoso—. Aquí lo tenéis contado por Beatriz Montero:

sábado, 6 de julio de 2019

MÁQUINAS QUE TE REGALAN MICROCUENTOS (Kultur Dealers)

Fuente: Kultur Dealers

La cuarta edición de Kultur Dealers —distribuidores de cultura—, la iniciativa del Departamento de Cultura de la Diputación para impulsar la escritura y la lectura, ya está resuelta. Leiho bat esperantzari, de Maite Arruti Arakistain, y Ganadería Humana, de Marcos Alonso Díaz, han sido los microrrelatos premiados.

Todos los trabajos están disponibles a través de las máquinas expendedoras (12) que están siendo colocadas en diferentes puntos de la provincia. Pero también podéis leerlos desde la página web de la Diputación. Tan solo hay que seleccionar el idioma y la categoría (ficción o pensamiento). Si se quiere leer otro, hay que clicar en "RELATOS" (arriba, izquierda) y listo. 


Este año, como podréis comprobar, el tema propuesto para dar rienda suelta a la imaginación ha sido el cambio climático. Os dejo un par de trabajos:


SFUMATO

Ana Martínez Blanco


Lo noté por la mañana: una especie de suave cortina que difuminaba los rascacielos, las calles y las personas. Salí de casa, cogí el coche y la misma niebla nos envolvió a todos los que fluíamos por la autopista. Sin previo aviso, los vehículos y sus ocupantes, la carretera, se desdibujaban hasta desaparecer. Los montes, el sol, la atmósfera, sin embargo, se perfilaban más fuertes. Como oxigenados. Cuando llegué al trabajo aparqué en lo que antes fue mi parcela. Se había convertido en un matorral salvaje. El edificio de la multinacional se desintegró en mis narices como una pompa de jabón. Al poco rato me esfumé yo. Fue un expirar suave y delicado. Creo que así desaparecimos todos. Amablemente.


MEA CULPA
Goiuru Epelde

Aitona berriz entzun nahiko nuke zure ahotsa, zure euskera zaharra, eta ixil-ixilik aho zabalik entzun nola, ez hainbeste denbora, zu gaztea zinean, metroko elurra egiten zuen paraje hauetan, nola gure errekatxoetan ttantto gorridun amuarrainak ibiltzen ziren saltaka osinetik osinera, nola lurreko izartxoak, ipurtargiak, ikus zitezkeen San Juan gau inguruan belarretan...

Dena pikutara doa, dena pikutara daramakigu. Gizartearen atarramentuaz lotsatu egingo zinateke burua altxako bazenu eta lotsatu beharko ginatekenak ez gara berriz lotsatzen... Izena jarri diote gure burugabekeria, utzikeria eta axolagabekeriari: aldaketa klimatologikoa.


viernes, 10 de mayo de 2019

EL HOMBRECILLO DE PAPEL, de Fernando Alonso

Fernando Alonso (1941, Burgos) es un autor de literatura infantil absolutamente reconocido y premiado en numerosas ocasiones. Su título estrella, reproducido tanto en papel como sobre un escenario en infinidad de ocasiones, es El hombrecito vestido de gris.

Hoy traigo hasta aquí El hombrecillo de papel a petición de alguien que hace muchos años abandonó la edad infantil, pero no su ilusión ni los ojos nuevos con que lo mira todo. 

Aquí lo tienes, Carlos.

Librerías que disponen de ejemplares


Era una mañana de primavera y una niña jugaba en su cuarto. Jugó con un tren, con una pelota y con un rompecabezas. Pero pronto se aburría de todo. 




Luego empezó a jugar con un periódico. Hizo un sombrero de papel y se lo puso en la cabeza. Después, hizo un barco y lo puso en la pecera. La niña se cansó también de jugar con el sombrero y el barco. Entonces hizo un hombrecillo de papel con un periódico. Y estuvo toda la mañana jugando con él.

Por la tarde, la niña bajó al parque para jugar con sus amigos. Iba con ella el hombrecillo de papel. Al hombrecillo de papel le gustaron mucho los juegos de los niños. Y los niños estaban muy contentos con aquel amigo tan raro que tenían. 


El hombrecillo de papel de periódico era muy feliz. Y quería que los niños estuvieran contentos. Por eso, comenzó a contarles las historias que sabía. Pero sus historias eran historias de guerra, de catástrofes, de miserias...

Al oír aquellas historias, todos los niños se quedaron muy tristes. Algunos se echaron a llorar. Entonces el hombrecillo de papel pensó: "Lo que yo sé no es bueno, porque hace llorar a los niños". 

Y echó a andar, solo, por las calles. Iba muy triste. porque no sabía hacer reír a los niños. De pronto, vio una lavandería. El hombrecillo de papel dio un salto de alegría y, con paso decidido, entró. "Aquí podrán borrarse todas las cosas que llevo escritas; todo lo que hace llorar a los niños", pensaba.

Cuando salió...  ¡Nadie le habría reconocido! Estaba blanco como la nieve, planchado y almidonado.


Dando alegres saltos se fue hacia el parque. Los niños le rodearon muy contentos, y jugaron al corro a su alrededor. 
El hombrecillo de papel sonreía satisfecho. 

Pero, cuando quiso hablar... ¡De su boca no salía ni una palabra! Se sintió vacío por dentro y por fuera. 

Y muy triste, volvió a marcharse. Caminó por todas las calles de la ciudad y salió al campo. Entonces, de pronto, se sintió feliz. Su corazón de papel daba saltos en el pecho. Y el hombrecillo sonreía, pensando que tenía un pájaro guardado en su bolsillo. 

Y comenzó a empaparse de todos los colores que veía en el campos: del rojo, amarillo y rosa de las flores; del verde tibio de la hierba; del azul del agua y del cielo y del aire... Luego, se fue llenando de palabras nuevas y hermosas. 

Y cuando estuvo lleno de color y de palabras nuevas y hermosas, volvió junto a los niños.

Mientras descansaban de sus juegos y sus risas, el hombrecillo les habló. 
Les habló de todas las personas que trabajaban para los demás; para que la vida fuera mejor, más justa, más libre y más hermosa. 

Sobre el parque y sobre los ojos de los niños cayeron estas palabras como una lluvia fresca. 

La voz del hombrecillo de papel se hizo muy suave cuando les habló de las flores... Y de los pájaros del aire... Y de los peces del río y del mar... Los ojos de los niños y del hombrecillo de papel se llenaron de sonrisa. Y cantaron y bailaron cogidos de las manos.

Y todos los días, a partir de aquella tarde, el hombrecillo de papel hacía llover sobre la ciudad todo un mundo de color y de alegría.


miércoles, 12 de diciembre de 2018

LA INMISCUSIÓN TERRUPTA

El gíglico era aquella jerga que el gran Julio Cortázar se inventó y en la que redactó el capítulo 68 de Rayuela, que bien podía haber sido el 69. Pero no se conformó con redactar un capitulito de su novela más emblemática. 

Todo el profesorado de Lengua y literatura se lo pasa en grande el día que ofrece a las ávidas fauces de su alumnado este cuentecito para que rumien qué es lo que ahí se está cociendo, descubran cómo sustancian el significado de un texto elementos tales como la cadencia, la musicalidad y el ritmo, y, por último, si se atreven, les dan la posibilidad de transliterar en jerigonza más prosaica lo que sus asombrados ojos han descubierto.


Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo. 

—¡Asquerosa!— brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivorearle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abrocojantes bocinomias. Por segunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgándose de ida y de vuelta cuando se ve precivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.

—¡Payahás, payahás!— crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolanas que para qué. 

—¿Te das cuenta?— sinterrunge la señora Fifa. 

—¡El muy cornaputo!— vociflama la Tota. 

Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así las tofitas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.


Pero el gran Cortázar no solamente tenía unas dotes portentosas para la escritura. Su voz y su lectura eran magníficas, así que no os las perdáis:




Y si todavía continuáis sin descifrar tan alto sentido, este cortometraje realizado por Sandra García Rey cuando se encontraba cursando Ciencias de la Información os lo dejará muy claro.

domingo, 7 de octubre de 2018

ESPERANDO LA MUERTE, de Hernán Morgenstern

Fernando Schwartz, Soledad Puértolas y Hernán Morgenstern. Fuente: elplural.com

Este relato de Hernán Morgenstern, resultó ganador del X Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores, organizado por la Obra Social ”la Caixa” conjuntamente con Radio Nacional de España, y con la colaboración de La Vanguardia. El jurado lo formaron Soledad Puértolas; Fernando Schwartz, Jesús Arroyo, director corporativo de Comunicación y Marketing de la Fundación Bancaria ”la Caixa”; Ignacio Elguero; Llàtzer Moix, subdirector de La Vanguardia; y Aurora Del Amo, ganadora del concurso en la pasada convocatoria. 

Han participado en la dramatización Ricardo Peralta como narrador; Arturo Martín, Laura Barrachina, María José Parejo y Javier Monterde aportando cada una de las voces a los personajes. La realización y el montaje ha corrido a cargo de Amparo Hernández.



El programa completo, emitido ayer, podéis escucharlo en este enlace.

jueves, 17 de mayo de 2018

BARRIO DEL OESTE, RELATO GANADOR


Ayer me llegó un correo en el que me solicitaban que transcribiera el relato ganador del concurso de microrrelatos del Barrio del Oeste salmantino. Supongo que más de una persona no lo ha podido leer porque la ampliación de la imagen no da para mucho. Sí, en cambio, la que estaba alojada en el enlace correspondiente. Sea como fuere, aquí está el microcuento de Ángel Moraleda:

Con el corazón lleno de tiza, se fue... 

Cuando el Santo Oficio lo despojó de docencia, comenzó su caída: perseguía "gaudeamus", veía sonidos, escuchaba colores...

—¡Ahí va Memoria Rota!, decían.

Entre sueños, se veía revelando logaritmos y Aristóteles a las ranas: vaviaba los ojos de las más torpes.

No pudo por menos: aquella noche se encaramó a la estatua de Fray Luis, mientras vociferaba latinajos a diestro y siniestro. La fachada, en espejo, le devolvía el Patio de Escuelas abarrotado de estudiantes que aplaudían enfervorizados.

Disfrazados de ángeles, el delirio y el éxtasis recogieron sus restos en forma de rana, posándolos con mimo sobre la calavera... por siempre jamás.


domingo, 14 de enero de 2018

EL MAL JUEZ, Cuento popular africano

Como los mitos y las leyendas, los cuentos tradicionales esconden algo que el pensamiento precientífico trata de explicar a través de una historia. Esta es la historia de un mal juez.
Cuentacuentos. Pablo del Río Editor.


Cuentan que un día ocurrieron estas cosas: 
El ratón había roído los vestidos del sastre. El sastre fue al encuentro del juez, que entonces era el babuino y que, como siempre, estaba echándose la siesta. Lo despertó y se lamentó de este modo:

—¡Babuino, abre los ojos! Toma, mira, he aquí por qué he venido a despertarte, hay agujeros por todas partes. Ha sido el ratón quien ha roído mis vestidos; pero él dice que no es verdad, él echa la culpa al gato. El gato también protesta malvadamente de su inocencia y pretende que es el perro quien lo ha hecho. El perro lo niega todo y rumorea que es el bastón quien lo debe de haber hecho. El bastón le echa la culpa al fuego y va diciendo: "Es el fuego, el fuego quien lo ha hecho, el fuego". El fuego no quiere ni oír hablar de ello: "¡No, no, no, no soy yo, es el agua!", se limita a decir. El agua hace ver que no sabe nada de esa historia, pero, como quien no quiere la cosa, insinúa que el elefante es el culpable. El elefante se enfurece y carga todas las culpas a lomos de la hormiga. La hormiga se pone roja, se mete en todas partes, chismorrea, alborota a todo el personal y todos ellos disputan y gritan tan fuerte que yo no puedo llegar a saber quién es el que ha roto mis vestidos. Me hacen perder el tiempo, me hacen ir y venir, correr, esperar, impacientar, discutir, para quitarme de encima sin pagarme. ¡Oh, babuino, abre los ojos y mira! ¡Hay agujeros por todas partes! ¿Qué será de mí? ¡Ahora me encuentro sin un clavo!, se lamentó el sastre.

Con todo, no podía perder gran cosa, porque era un pobre sastre que tenía una esposa alta y seca y un montón de críos, niños y niñas, y también una mala vieja que se estaba siempre delante de la puerta y no era su abuela, no, ni su suegra, ni una extranjera; formaba parte, no obstante, de la familia —era una vieja bruja que se había hecho dueña de él y de los suyos, y los atormentaba mucho; tenía unos dientes muy largos y una hoja de cuchillo en la espalda le servía de vértebras—; se llamaba Hambre. El Hambre vivía delante mismo de su puerta, y cuanto más trabaja el sastre, más el Hambre se lo tomaba todo; entraba desvergonzada en la casa, vaciaba las calabazas y las ollas, pegaba a los críos, se peleaba con su mujer, disputaba con él, hasta tal punto que el sastre ya no sabía dónde mirar. Y he aquí que ahora el ratón acaba de roer los vestidos de los clientes y los dejaba llenos de agujeros.

En verdad, era un pobre hombre y estaba muy abatido; por eso había ido a despertar al juez, que entonces era el babuino, que siempre se echa la siesta.

—¡Oh, babuino, abre los ojos y mira, hay agujeros por todas partes!

El babuino se puso en pie. Era grande y grueso y reluciente de salud. Escuchaba al sastre acariciándose el pelo. Solo pensaba en la delicia de volverse a dormir. Pero, no obstante, convocó a todos los acusados. Quería acabar rápidamente para poder reemprender el sueño. 

el ratón vino a acusar al gato; el gato señaló al perro; el perro gritó que era el bastón; el fuego se las tuvo con el agua; el agua cargó todas las culpas al elefante; el elefante, enfadado, lo cargó todo encima de la hormiga, y la hormiga, la hormiga roja de rabia, la hormiga mala lengua, no paraba de envenenar la cosa. Iba, venía, gesticulaba, explicaba chismes, murmuraciones, calumnias, alentaba a los unos contra los otros, comprometía a todo el mundo, sin olvidarse, naturalmente, de pleitear por su causa diciendo que ella no tenía la culpa de nada.

¡Qué alboroto! Todos gritaban a la vez, y la confusión era tan grande y la hormiga se rebullía de tal modo que el babuino ya estaba mareado. Ya iba a echarlos a todos para poder tranquilamente volver a echarse la siesta, cuando el sastre le recordó su deber de juez, chillando más fuerte que los demás:

¡Oh, babuino, abre los ojos y mira, todo son agujeros!

el babuino estaba muy enojado. ¿Qué debía hacer...? ¡Era tan complicado aquel caso! Y además tenía tanto sueño, un sueño tan dulce de volver a dormir. Ya habría podido toda aquella gente dejarlo en paz y resolver entre ellos sus problemas. Estaba en pie. Era grande y grueso y reluciente de salud. Los miraba a todos mientras se acariciaba el pelo. No pensaba en otra cosa que en volverse a dormir.

Entonces dijo:

—Yo, babuino, juez supremo de todos los animales y de los hombres, os mando lo siguiente: ¡Castigaos a vosotros mismos!

¡Gato, cómete al ratón!
¡Perro, muerde al gato!
¡Bastón, pega al perro!
¡Fuego, quema al bastón!
¡Agua, apaga al fuego!
¡Elefante, bébete el agua!
¡Hormiga, pica al elefante!

—¡Idos! He dicho.

Los animales salieron y el babuino se fue a dormir. Y desde entonces los animales no se pueden ver. Solo piensan en hacerse daño.

La hormiga pica al elefante.
El elefante se bebe el agua.
El agua apaga el fuego.
El fuego quema al bastón.
El bastón pega al perro.
El perro muerde al gato.
El gato se come al ratón.
Etcétera.

Pero, ¿y el sastre?, me diréis, ¿quién pagó al sastre los vestidos rotos?
¡Ah, sí, el sastre!

El babuino lo había olvidado como si tal cosa. Por esto el hombre siempre pasa hambre. 
El hombre trabaja, el babuino duerme.
El hombre espera siempre justicia.
Siempre tiene hambre.
Pero también, cuando el babuino quiere salir de casa, enseguida se pone a correr a cuatro patas para que el hombre no lo reconozca. Por eso, desde entonces, lo veréis correr a cuatro patas. 
Porque fue un mal juez perdió la facultad de andar erguido.

lunes, 11 de diciembre de 2017

UN CUENTO DE ISAAK BÁBEL

Isaak Bábel es tal vez más conocido por su Caballería rojaNo ha sido muy bien tratado por la crítica y fue aún mucho peor tratado por el régimen estalinista. Judío, se adhirió al partido comunista y al entusiasmo de la revolución. Fueron los años veinte los mejores momentos de su carrera literaria, aunque en la década siguiente cayó en desgracia, especialmente a partir de la publicación de María en 1934, hasta que el 15 de mayo de 1939 fue arrestado. Medio año después, el 27 de enero de 1940, fusilado.

De la colección Cuentos de Odesa recojo el que lleva por título Con la emperatriz, básicamente porque es el más corto, y una también breve pero jugosa semblanza realizada por Jaume Crespo, Miguel Ángel Ors y Mikel Martínez para Radio 5.

En el bolsillo caviar y una libra de pan. Sin cobijo. Estoy en el puente Anichkov, arrimado a los caballos de Klodt. Un viento hinchado avanza desde la Morskaya. Por la Nevski, deambulan lucecitas naranja, enredadas en algodón. Necesito un rincón. La ciudad me sierra como el niño inexperto la cuerda del violín. Repaso en la memoria los apartamentos abandonados por la burguesía. El palacio Anichkov penetra en mis ojos en toda su plena enormidad. Ahí está el rincón.

No es difícil cruzar el vestíbulo sin ser visto. El palacio está vacío. Un ratón raspa sin prisa en una habitación lateral. Estoy en la biblioteca de la emperatriz viuda María Fiódorovna. Un viejo alemán, parado en medio de la habitación, coloca algodón en los oídos. Se dispone a salir. La suerte me besa en los labios. El alemán es conocido. En una ocasión inserté gratis su anuncio sobre la pérdida del pasaporte. El alemán me pertenecía con todo su mondongo honrado y fofo. Acordamos: yo esperaré a Lunacharski[1] en la biblioteca porque, verá usted, debo ver a Lunacharski.

El melódico tictac del reloj sacó al alemán de la habitación. Estoy solo. Encima de mí arden bolas de cristal con amarilla luz sedosa. De los tubos de la calefacción sube un calor indescriptible. Profundos divanes rodean de tranquilidad mi cuerpo.

Un registro superficial da resultados. En la chimenea descubro una tarta de patata, una cacerola, una pizca de té y azúcar. Por fin el mechero de alcohol asoma su lengua azul. Esa noche cené como persona. Sobre la mesita china tallada, con destellos de barniz antiguo, extendí una finísima servilleta. Acompañaba cada trozo de este severo pan de racionamiento con sorbos de té dulce, humeante, con estrellas coralinas refulgiendo en las aristas del vaso. El terciopelo de los asientos acariciaba con manos rollizas mis flacos costados. Tras la ventana, sobre el granito petersburguense aterido de frío, caían vaporosos cristales de nieve.

La luz semejante a brillantes columnas color limón, se desparramaba por las paredes cálidas, tocaba el lomo de los libros que en respuesta centelleaban con su oro azul.

Los libros —páginas consumidas y olorosas—me llevaron a la lejana Dinamarca. Hacía más de medio siglo fueron regalados a la joven princesa que se iba de su país breve y casto a la Rusia feroz. En los severos títulos con tinta descolorida, en tres renglones oblicuos, de la princesa se despedían las damas preceptoras y sus amigas de Copenhague —hijas de consejeros de Estado, los maestros-profesores apergaminados del liceo, papá-rey y mamá-reina, una madre que llora. Largas baldas con lomos dorados, lomos ennegrecidos, evangelios infantiles manchados con tinta, con borrones tímidos, con torpes súplicas improvisadas al Señor Jesucristo, tomos en cordobán de Lamartine y Chenier con flores secas, que se reducían a polvo. Voy hojeando las páginas carcomidas que sobrevivieron al olvido, y la imagen de un país ignoto, el hilo de días extraordinarios, surgen ante mí —muros bajos en torno a los jardines reales, rocío en el césped segado, somnolientas esmeraldas de los canales y un rey largo con patillas de color chocolate, el tranquilo tañir de una campana sobre la iglesia palaciega, el primer amor y un breve susurro en las salas pesadas.

Una mujer pequeña, de cara alisada con polvos, una ladina intrigante con pasión insaciable de mandar, una furiosa hembra entre los granaderos de Preobrazhenski, madre implacable, pero atenta, aplastada por la alemana, la emperatriz María Fiódorovna despliega ante mí el rollo de su vida sorda y larga.

Sólo muy entrada la noche abandoné esta crónica triste y conmovedora, estos fantasmas de calaveras sangrantes. Bajo el rebuscado techo marrón se guían ardiendo tranquilas las bolas de cristal, llena de polvo arremolinado. Junto a mis borceguíes rotos, en las alfombras azules pasmáronse regueros de plomo. Agotado por la labor del cerebro y por el calor del silencio, quedé dormido.

De noche, por el parquet opacado de los pasillos tomé el camino de la salida. El despacho de Alejandro III era un cajón alto con las ventanas que daban a la Nevski tapiadas. Las habitaciones de Mijail Alexándrovich —alegre apartamento de un oficial culto que hace gimnasia, paredes forradas de una tela clarita con manchas de rosa pálido, sobre las chimeneas bajas chucherías de porcelana, imitando la ingenuidad y la carnosidad innecesaria del siglo diecisiete.

Esperé un largo rato recostado sobre una columna, hasta que se durmiera el último lacayo del palacio. Este agachó las mejillas arrugadas, afeitadas por vieja costumbre; un farol doraba débilmente su alta frente decaída.

Cerca de la una de la madrugada salí a la calle. La Nevski me recogió en su regazo insomne. Fui a dormir a la estación Nikoláyevski. Sepan los de aquí huidos que en San Petersburgo un poeta sin hogar tiene donde pasar la noche.


[1] Comisario de instrucción pública después de la revolución.

martes, 5 de diciembre de 2017

BOMBILLA Y LA PUBLICIDAD, de Günter Herburber

Aprovechando que las noches son más largas, que vienen días en los que podemos estar más tiempo con la gente menuda de la familia y que son quienes hacen aumentar el volumen de lecturas en el país, transcribo un cuento que he utilizado más de una vez y que a las criaturas les gustaba mucho. Es de Günter Herburger y fue publicado en 1980 en un cuentacuentos por Pablo del Río Editor. 

A ver si os gusta.


Todo el mundo se ha acostumbrado a los anuncios y la gente ya no se echa a reír cuando dicen en la tele que el helado de vainilla está muy rico, pese a que el de chocolate sabe mucho mejor. Los anuncios aseguran que una nevera produce hielo durante cien años o que el jabón tal hace tanta espuma que hasta puede uno atravesar en bicicleta las montañas de espuma. Los sostenes son tan resistentes que ni siquiera las ratas se atreven a atravesarlos. La leche en lata dicen que mana de unas vaquitas preciosas, y eso que todo el mundo sabe que le echan harina para espesarla. Los anuncios mienten.

Por la noche Bombilla sobrevuela la ciudad y escribe en el cielo con letras amarillas: "¡BEBA PIPÍ!"

Al principio la gente que anda por la calle no ve el eslogan. Lo descubre un camionero que acaba de chocar al dar marcha atrás contra una pared y baja de la cabina para ver qué ha roto. "¡Beba pipí!", piensa. ¿Pipí? Yo lo que quiero es beber cerveza para que se me pase el enfado. El camionero lleva el camión, que solo tiene unos rasguños y un stop roto, al aparcamiento, y se mete en la tasca más cercana. Dice que quiere pipí, una pipí en vez de decir una cerveza, que es en realidad lo que quiere.

—No tenemos pipí —dice el tabernero.
—¿Cómo que no tienen cerveza? —dice el camionero.
—Usted dijo pipí —dice el tabernero.
—Dije pipí y quise decir pipí —dice el camionero—. No, cerveza dije y quiero decir pipí. ¡Pipí, no, cerveza! ¡No, pipí!
—Mierda —grita el tabernero—. A mí las fábricas de cerveza me venden cerveza. El pipí se lo fabrica usted mismo. ¡Fuera!
—¡Al que me ponga la mano encima le doy! —grita el camionero—. Yo bebo lo que me da la gana. Pipí y cerveza. ¡Pipí no, solo cerveza! ¡No, solo pipí! ¡Nada es lo que bebo!

El camionero sale de la taberna y se queda parado en plena calle mirando hacia arriba. En el cielo pone todavía: ¡BEBA PIPÍ!". Vuelve a meterse en la taberna y grita que le saquen de una vez pipí, la nueva bebida, y que en el cielo lo pone. Los parroquianos salen corriendo de la taberna y leen el mismo anuncio, que sigue brillando por encima de ellos.Los parroquianos dicen que, en principio, no se puede beber pipí, pero que si en el cielo lo pone, por algo será.

—¡Aquí solo hay cerveza! —grita desesperado el tabernero—. ¡A mí la fábrica no me manda todavía pipí!
—¡Nosotros queremos pipí! —exigen los parroquianos y se ponen a gritar:
—¡Pipí, pipí, pipí!
—¡Os lo hacéis vosotros mismos! —grita el tabernero, y se encierra en el váter.

Bombilla se ha dado cuenta de que allá abajo, en la ciudad, no es el camionero el único que quiere beber pipí. Nadie sabe ya muy bien si se puede beber o no se puede beber, excepto los niños, que dicen que está claro que se puede beber pipí, que sabe salado y amargo, pero que los mayores no se atreven a probarlo. Si se atrevieran sabrían hace tiempo el mal gusto que tiene.

Bombilla traza en rojo un nuevo eslogan en el cielo: "¡PINTA POMPIS!" Bombilla da vuelta y más vueltas, como un reactor, para que las letras sigan bien visibles. Si se parase, el eslogan desaparecería. Solo iba a quedar un punto luminoso: Bombilla misma.

"¡Pinta pompis!", reflexionan muchos con la vista clavada en el cielo.

—Abajo los pantalones! —gritan los niños.
—¿Cómo que abajo los pantalones? —preguntan los mayores.
—¡A bajarse los pantalones y que traigan acuarelas! —gritan los niños.

Los niños se pintan unos a otros manchas y garabatos en el trasero. Luego salen a la calle a enseñar sus obras.

—Puesto que no nos atrevemos a beber pipí, vamos, por lo menos, a pintarnos los traseros —se dicen los mayores.

Y, en efecto, esa misma noche son muchos los que pasean por la ciudad enseñando el trasero y bebiendo zumos amarillos, de piña y de limón, porque el pipí realmente sabe mal. Bombilla, en cambio, pinta en el cielo un nuevo eslogan: "PIPÍS-POMPIS-PIMPAMPUM!"

domingo, 18 de junio de 2017

PETRONILA, UN CUENTO FANTÁSTICO DELICIOSO Y LIBERADOR

Mi Cuentacuentos ha tenido una vida larga y prolífica. Así está el pobre como está. Las historias que en él se recogen han participado en todo tipo de acciones y con todo tipo de edades. Pero de entre todas las historias, a mí la que más me gusta y la que más he utilizado es Petronila, un cuento escrito con la forma, los personajes y las características de los cuentos populares, al que se le ha añadido un toque de humor, unas gotas de modernidad crítica y una cucharadita de aires de libertad.

Como en el lugar donde resido han comenzado las tradicionales fiestas y como también hay bastante príncipe Fernando y costumbres abolengas y enraizadas, a todos ellos les dedico este deliciso cuento fantástico, obra de Jay Williams y adaptado por Teresa Durán. Disfrutadlo.


Desde que existía el país de Monteclaro, al rey y a la reina les nacían siempre tres hijos varones: al primero lo llamaban Miguel, al segundo Jaime y al pequeño Pedro.

Cuando crecían se iban en busca de fortuna; de los dos mayores no se volvía a saber, y el más pequeño regresaba siempre a casa con una princesa a la que había salvado de un encantamiento, a tiempo para coronarse rey y gobernar su reino.

Siempre había sido así, e incluso estaba escrito en la constitución, y parecía que siempre iba a ser así… hasta que empieza nuestra historia.

Corrían los tiempos del rey Pedro XXIX y de la reina Patata; ya tenían dos hijitos y estaban esperando al tercero con gran alegría de todo el país, porque todo el mundo sabía que éste iba a ser el futuro gobernante.

Pero cuando nació el tercero ¡era una niña!

—¡Vaya por Dios! —dijo el rey tristemente—. Esto no está previsto en la constitución. ¿Qué podemos hacer? De momento, y por si las moscas, le pondremos Petronila.

Y como efectivamente no había nada que hacer, no hicieron nada que no estuviese en la constitución. Petronila creció, pasaron los años, y llegó el momento en que los príncipes tenían que ir en busca de fortuna. Ya estaba a punto de montar en sus caballos cuando llegó Petronila vestida de viaje y con la espada al flanco.

—Si pensáis —dijo— que yo me estaré quietecita en casa os equivocáis. Yo también me voy en busca de fortuna.

—¡Imposible! —dijo el rey—.

—¿Qué dirá la gente? —gimió la reina—.

—Mira, Petronila —le dijo su hermano Miguel—, sé razonable. Quédate en casa y espera, tarde o temprano llegará un príncipe.

Petronila sonrió. Era una chica alta, guapa, con los cabellos rubios como una llamarada, y cuando sonreía de aquel modo era para que todos temieran su cólera.

—Iré con vosotros —dijo—, y encontraré un príncipe aunque tenga que salvar a uno yo misma.

Y dicho esto, saludó a sus progenitores, montó a caballo y se largó al galope tras de sus hermanos.

Llegaron a un punto donde el camino se dividía en tres, y justo en el cruce estaba sentado un viejecito arrugado, cubierto de polvo y telarañas.

—¿A dónde llevan estos caminos, anciano? —preguntó con arrogancia el príncipe Miguel—.

—El camino de la derecha lleva a la ciudad de Plim —respondió el viejo—; el del centro al castillo de Plam, y el de la izquierda lleva a la casa del mago Albión. Y llevo una.

—¿Qué quieres decir con y llevo una? —preguntó el príncipe Jaime—.

—Quiero decir que estoy obligado a estarme aquí sentado sin moverme y que tengo que contestar a una sola pregunta por cada persona que pasa. Y llevo dos.

—¿Y no podemos hacer nada para ayudarte? —preguntó Petronila entre curiosa y conmovida—.

—¡Ya lo has hecho! —exclamó el viejo, poniéndose en pie de un brinco y quitándose el polvo de encima—, porque tu pregunta era la única que deshacía el encantamiento que me ha tenido aquí clavado durante setenta y dos años. Para recompensarte te diré todo lo que desees saber.

—¿Dónde puedo encontrar a un príncipe? —preguntó rápida Petronila—.

—Hay uno en casa del mago Albión —respondió el viejo—.

—¡Bien! —exclamó Petronila—, así ya sé dónde iré.

—Pues tendrás que ir sola —dijo el príncipe Miguel—, porque yo me voy al castillo de Plam a buscar fortuna.

—Y yo a la ciudad de Plim —añadió el príncipe Jaime—.

Se despidieron, y Petronila quedó sola con el viejo.

—¿Puedo, preguntarte otra cosa? —rogó Petronila—.

—Naturalmente, todo lo que quieras.

—Si quisiera desencantar al príncipe, ¿qué tendría que hacer? Es que nunca lo he hecho...

—No sé. Podrías ofrecerte como criada y estudiar la situación. Y por paga te haces dar un peine, un espejo y un anillo. Son cosas que siempre van bien para los encantamientos.

—No parece fácil.

—Nada de lo que queremos es fácil. Pero algo es algo.

—Gracias, pues, y adiós —dijo Petronila montando de nuevo en su caballo.

—Adiós, preciosa —se despidió el vejete, que continuaba quitándose las telarañas de encima—.

Petronila avanzó por el camino de la izquierda hasta encontrar una bonita casa con un torreón de piedra roja. Estaba rodeada por un jardín y en el césped, sobre una hamaca, estaba reclinado un joven guapísimo, de cara al sol. Petronila se dirigió hacia él.

—¿Es esta la casa del mago Albión? —preguntó—.

El joven la miró sorprendido.

—Psi… —respondió sin ganas—.

—¿Y tú, quién eres?

—Yo —contestó el joven, bostezando y rascándose— soy el príncipe Fernando de Cienfuegos. ¿Te molestaría apartarte? Estoy intentando broncearme, y tú me tapas el sol.

—No te pareces en nada a un príncipe —respondió Petronila, ofendida—.

—¡Qué tontería! Es lo mismo que dice mi padre.

En éstas se abrió la puerta de la casa y salió un hombre vestido de negro y plata, con la cara sabia y severa. Era el mago.

—Vengo a trabajar con usted —dijo Petronila, valerosamente—.

—Si quieres, puedes quedarte. Pero no será fácil —dijo el mago Albión—.

—Esta noche tendrás que dormir con mis perros —añadió—.

Era una manada de siete perros salvajes, que se pasaban el día aullando y gruñendo. Pero Petronila hizo de tripas corazón, entró decidida en el torreón y no se sabe muy bien cómo se las compuso —hay quien dice que se pasó la noche contándoles cuentos—, pero la verdad es que al día siguiente, cuando el mago abrió la puerta, los temibles perros eran mansos como corderos.

—Bien mereces una recompensa, por valiente —exclamó el mago—. ¿Qué deseas?

—Quiero un peine para mis cabellos —dijo Petronila—.

Y el mago le dio un hermosísimo peine de ébano.

Petronila salió al jardín y vio al príncipe tendido al sol intentando resolver un crucigrama. Se le acercó y le susurró al oído:

—Estoy haciendo todo esto por ti.

—Muy amable por tu parte —dijo el príncipe distraídamente—, pero dime una palabra de ocho letras sinónimo de egoísta.

—¡Fernando! —respondió Petronila, molesta, y se volvió con el mago dispuesta a saber qué nuevo trabajo le esperaba aquella noche—.

Aquella noche el mago Albión la condujo a los establos, donde había siete enormes caballos blancos, que apenas la vieron empezaron a tirar coces y a relinchar de modo horriblemente tétrico.

Pero Petronila no se acobardó, y aunque no sabemos muy bien cómo se las compuso —hay quien dijo que los caballos relinchaban porque tenían hambre y que la princesa se limitó a darles de comer—, lo cierto es que a la mañana siguiente, al abrir la puerta, el mago encontró los establos relucientes, los caballos cepillados y aseados lamiendo las manos de Petronila.

—Mereces una recompensa —dijo el mago Albión— por buena y diligente. ¿Qué quieres?

—Un espejo para mirarme cuando me peine —respondió Petronila —.

Y el mago le regaló un espejito de plata.

Petronila se fue al jardín, donde el príncipe Fernando estaba jugando al tenis, pero ni tan siquiera se dignó mirarla. Petronila soltó un bufido de despecho y le dijo al mago:

—Trabajaré otra noche para usted, y basta.

—Como quieras —respondió el mago Albión—.

Y aquella noche llevó a Petronila al henil donde había siete enormes halcones rojos que parecían dispuestos a sacarle los ojos. Pero Petronila no se amilanó, y naturalmente tampoco sabemos cómo se las compuso —hay quien dice que se pasó la noche enseñándoles buenos modales y a cantar a coro—, pero lo que sí se sabe es que, cuando a la mañana siguiente el mago Albión abrió la puerta encontró la más hermosa bandada de pájaros posada en el henil que nadie haya visto jamás.

—Mereces una recompensa, por inteligente. Si hubieras intentado huir te habrían hecho trizas. ¿Qué quieres?

—Un anillito para mi dedo —respondió Petronila, que tenía fija en la cabeza la idea de desencantar al príncipe y quería hacerlo cuanto antes—.

El mago le regaló un bonito anillo de oro, y Petronila se fue corriendo hacia el príncipe Fernando, que dormía profundamente envuelto en un pijama de raso purpura.

—¡Levántate! —exclamó Petronila—. ¡He venido a salvarte!

—¿Qué hora es? —bostezo el príncipe—.

—¿Y esto qué importa? ¡Vamos!

—Pero tengo sueño ...

—Realmente, como príncipe, no vales un bledo..., pero como no he encontrado nada mejor ... ¡Vámonos ya!

Lo agarró por el brazo y lo arrastró hasta la puerta, donde esperaban ya dos corceles ensillados. Lo hizo montar, y veloces como el viento se alejaron de la casa del mago. No tardaron en divisar a éste, que los perseguía y estaba por darles alcance, cuando Petronila se acordó de los objetos mágicos que llevaba consigo.

Tiró el peine por encima de su hombro e inmediatamente el peine se convirtió en un bosque tan espeso que nadie podía atravesarlo.

—¡Bien! —exclamó Petronila—.

—¡Me duele el pompis de tanto cabalgar! —gimió el príncipe—.

Pero el mago se transformó en un hacha mágica que cortó el bosque en un periquete. Y la persecución prosiguió.

Cuando ya estaba a punto de darles alcance, Petronila tiró el espejo por encima de su hombro y se convirtió en un lago huracanado que nadie podía cruzar.

—¡Hip, hip, hurra! —gritó Petronila—.

—¡Ay! ¡Quiero bajar! —gimoteó el príncipe—.

Pero el mago se transformó en un salmón que atravesó el lago en un santiamén. Y la persecución continuó.

Cuando estaba justo detrás de ellos, Petronila echó su anillo por encima del hombro. El anillo cayó exactamente encima del mago, atenazándole, sin dejarlo moverse ni casi respirar.

—¡Cielos! ¡Morirá! —Se horrorizó Petronila—.

—¿Y a ti qué te importa? ¡Llévame con mi mamá! —dijo el príncipe Fernando—.

Pero Petronila bajó del caballo y le preguntó al mago:

—Si te saco de aquí, me prometes que dejarás libre al príncipe?

—¿Dejarlo libre? ¡Si quien está feliz de librarse de él soy yo! 

Petronila quedó estupefacta:

—No entiendo nada. ¿Entonces por qué lo tenías encantado?

—¡Pero si yo no lo encanté! Apareció un día por mi casa, y como la vida allí le resultó muy cómoda no hubo modo de que se marcharse.

Entonces Petronila comprendió. Fernando sí que era un príncipe encantado, pero encantado de tonto, presumido y engreído. Y decidió pasar a la acción.

—¿Entonces por qué nos perseguías?

—No le perseguía a él, te perseguía a ti. Eres la chica que siempre he deseado; valiente, amable, buena, diligente, lista e incluso guapa.

—¡Oh! —dijo Petronila— entiendo... Y añadió: ¿Y cómo me las compongo para librarte del anillo?

—Dame un beso.

Ella lo besó y el anillo se desvaneció,

Petronila cogió al príncipe (que ya estaba roncando otra vez) por los fondillos de su pantalón de pijama y lo dejó en la cuneta.

—¡Ahí te quedas, encantado! —exclamó con la satisfacción del trabajo bien hecho. 

Invitó a Albión a montar a caballo y galoparon hacia el país de Petronila.

—No sé qué dirán mis padres y la constitución cuando vean que vuelvo a casa con un mago.

—Vamos a descubrirlo ¿no? —dijo el mago alegremente—.

Y desde entonces, desde Petronila y Albión, hay en Monteclaro una nueva constitución.

miércoles, 7 de junio de 2017

LA COMPETICIÓN ENTRE LOS PUEBLOS

Me encuentro esta estupenda historia en el libro de Katrine Marçal, ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? El libro no solo es recomendable, sino una delicia, pero de él me ocuparé otro día. Ahora os dejo la historia que, según dice Marçal, es una fábula que suele contar a menudo la economista y feminista Nancy Folbre. Ahí va, disfrutadla y debatidla: 

Había una vez un grupo de diosas que decidieron llevar a cabo una competición, una especie de olimpíadas en que participaran los países del mundo. No se trataba de una carrera normal con una distancia fija en la que el primero que llegara a la línea de meta ganaba la medalla de oro, sino una competición para ver qué sociedad era capaz de hacer avanzar a sus miembros como si fueran un verdadero colectivo. Se dio el pistoletazo de salida y la nación número uno cobró rápidamente ventaja.

Esta nación había animado a cada uno de sus ciudadanos a correr todo lo que pudieran, lo más rápido que les fuera posible, hacia una línea de meta desconocida. Todos dieron por sentado que el recorrido no podía ser muy largo. Comenzaron a correr muy rápido y, al poco tiempo, los niños y los mayores se quedaron atrás. Nadie se detuvo a ayudarles. Todos estaban exultantes de alegría al ver lo rápido que corrían y no tenían tiempo que perder. Sin embargo, conforme proseguía la carrera, incluso ellos comenzaron a sentirse cansados. Pasado cierto tiempo, casi todos los corredores estaban exhaustos o lesionados, sin que quedara nadie que pudiera continuar.

La nación número dos eligió una estrategia diferente. Esta sociedad decidió que todos sus hombres jóvenes ocuparan la vanguardia de la carrera y les dijo a las mujeres que ocuparan la retaguardia. Debían llevar a los niños y ocuparse de los ancianos. Esto dio lugar a que los hombres pudieran correr increíblemente rápido. Las mujeres les seguían y les ayudaban cuando se sentían cansados. Al principio, parecía un sistema excelente. Pero pronto estalló el conflicto. Las mujeres sentían que sus esfuerzos eran, al menos, tan importantes como los de los hombres. Si no hubieran tenido que encargarse de los niños, podrían haber corrido igual de rápido, argumentaban. Los hombres rechazaron su punto de vista, y lo que por un tiempo había parecido una estrategia ganadora fue perdiendo fuelle. Toda la energía se fue agotando en negociaciones, conflictos y peleas.

Entonces, el foco de atención de la carrera se desplazó hacia la nación número tres, que se había ido moviendo relativamente despacio. Sin embargo, cuando las diosas se fijaron en ella vieron que avanzaba a un ritmo mucho más regular que las otras. Sus miembros habían tomado la decisión de correr juntos cuidando entre todos de los menos capaces. Hombres y mujeres iban alternándose a la cabeza del grupo, y entre ambos se iban turnando para ocuparse de los niños y de los enfermos. Se valoraban tanto la velocidad como el trabajo en equipo, y esta responsabilidad compartida fue creando una solidaridad entre la gente que cohesionaba el grupo. Obviamente, esta nación fue la que ganó la competición. Es una historia con final feliz.                                                                                                                                                ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? pp 118 y 119.