Editorial |
Me sorprende que sean necesarias más o menos 400 páginas para llegar a esta afirmación a la que cualquier persona sin formación histórica, ni arqueológica, ni de ningún otro tipo puede llegar perfectamente. Pero, no sé, a lo mejor hay alguien que puede imaginarse que lo que hoy está ocurriendo en Gaza, en Ucrania, en Burkina Faso, en Somalia, en Sudán, en Yemen, en Myanmar, en Nigeria o en Siria es un desafío de caballeros victorianos sin mayor trascendencia que su propia estupidez.
Y más sorprendente, si cabe, es afirmar que solo si entendemos que la guerra no es lo habitual, podemos empezar a plantearnos preguntas históricas: ¿Qué lleva a que en un momento dado se desborden las normas morales que ponen límite a la violencia?
Entender, ya entendemos que la guerra no es lo habitual. Lo difícil es qué podemos hacer para que la violencia, cualquier tipo de violencia —sin necesidad de llegar a su grado máximo, como es la guerra—, no sea la respuesta por la que opte un ser humano —cualquier ser humano— para resolver un conflicto.
Dar a conocer los hechos en los que la humanidad ha errado a lo largo de la historia está bien, nos ayuda a saber quiénes somos y cómo reaccionamos. Seguramente, incluso, pueda valer en algún caso para estar mejor preparados ante situaciones similares. Y aunque la frase de Santayana —Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo— es muy atractiva y bienintencionada, la verdad es que el conocimiento del pasado nunca ha sido un obstáculo para desencadenar procesos violentos e inhumanos de todo tipo.
Dicho esto, Tierra arrasada me parece un libro interesante, que ofrece un tipo de información a la que no estamos habituados quienes leemos divulgación científica. Creo que también aporta una visión más próxima e interesante del trabajo de investigación arqueológica que el que suelen ofrecer otras publicaciones. Entiendo el esfuerzo que realiza el autor por mostrarnos cuanto de humano hay detrás de un cráneo horadado y el horror que significa un yacimiento con multitud de huesos revueltos de mujeres y niños.
Sin embargo, no creo que mostrarnos el infinito catálogo de horrores que comienzan en el paleolítico y llegan hasta hoy sea un buen camino para vacunarnos contra la violencia. Entiendo que es su trabajo, su especialidad y nos ofrece noticia de cuanto ha descubierto. Ni tan siquiera estoy convencido de que algunos de esos hallazgos y su metódica exposición puedan llegar a cambiar la interpretación histórica de acontecimientos puntuales sobre los que incide.
Preocupante, muy preocupante me parece la intervención del profesor Ruiz Zapatero (minuto 1:00:28) en la presentación del libro. Alguien pregunta por la violencia durante la guerra civil española al margen de los enfrentamientos entre ejércitos y el profesor de prehistoria, después de la explicación de González Ruibal, advierte siempre y cuando tengamos muy claro que la equidistancia no es posible.
¿Es menos malo el asesinato que comete un republicano que el de un franquista? ¿Es menos violento? ¿Si un grupo de partidarios de la república te sacaba de tu casa por la noche y te pegaba un tiro era menos violento que si lo hacía uno de los sublevados? ¿En serio? ¿O quiere decir que unos asesinatos —hablo de crímenes, no de justicia— son justificables y otros no en función del bando al que se adscribían?
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