Anteayer, cuando volví a casa por la noche, la excepción estaba esperándome junto con la correspondencia. Me la mandaba su autor, que había sido mi profesor de Lengua y Literatura en mis años de estudiante y con quien mantengo una buena relación en la distancia, salpicada a veces de rápidos encuentros. Era, por tanto, un regalo de amistad y como tal lo he leído.
Más allá del valor afectivo que para mí poseen estas memorias de la infancia de mi admirado Miguel, encuentro en ellas tres virtudes que pueden hacerlas interesantes y atractivas para cualquier otro lector sin ninguna relación con el personaje que aquí vive y se nos ofrece.
La primera es que vemos el relato de una vida y unas costumbres ya prácticamente desaparecidas de nuestro entorno. Los años treinta del siglo pasado están muy lejos, y la vida rural de un pequeño pueblecito leonés —San Cristóbal de Valdueza—, que el autor nos pinta con vivacidad, hace tiempo que ha desaparecido de esta civilización de ciudades en que nos movemos. Este hecho, de por sí, ya tiene su interés como relato antropológico y etnográfico.
El segundo aliciente de la lectura viene dado por la especialidad del autor, gran conocedor del idioma y de su historia, y es que las 200 páginas del texto están continuamente salpicadas de notas y aclaraciones sobre nombres ya casi perdidos —juegos, aperos, costumbres, topónimos, objetos de todas clases— que aquí encuentran un lugar natural de residencia y una exposición festiva y luminosa.
Pero tal vez el aspecto más importante que esta autobiografía de una infancia feliz nos ofrece sea la defensa continua de esa etapa como territorio esencial e imprescindible del ser que somos. No en vano el autor se doctoró con un trabajo sobre la creatividad del lenguaje infantil. Esa ha sido, hasta donde le conozco, una de sus pasiones, y este libro es, de alguna manera, un homenaje exaltado a la creatividad de la infancia. Una muestra:
Nuestro ingenio no tenía límites —como no los tiene la creatividad y la imaginación de los niños—. El instrumento más importante de nuestro trabajo eran las navajas —que entre nosotros era un apreciado, y cotizado, tesoro—. Construíamos casi todos los objetos que nos servían para nuestras "necesidades" de diversión, entretanimiento y desarrollo. Éramos pobres pero vivíamos repletos de ilusiones (p 81).
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Podéis encontrar el libro en este enlace.
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