Editorial |
Madrid es una ciudad estrepitosa y bizarra (por decirlo con dos italianismos) y, si se le pilla el punto, fascinante. No hace falta haber nacido en Madrid, ni vivir aquí, para darse cuenta. Claro que si dijera lo contrario tampoco se molestaría nadie. Así comienza el prólogo. Explícita declaración del tono que va a mantener. Yo, que he vivido unos cuantos años en esa ciudad monstruosa y entrañable, suscribo.
En el texto se van alternando dos miradas de manera muy inteligente, la interior y la exterior, para poder dar cuenta de aspectos tan diferentes y alejados entre sí como las tertulias de los cafés o la historia urbanística, la literatura sobre la ciudad o el agua de Lozoya. Ese juego de miradas le permite, así mismo, ir entrelazando sus propias vivencias con la historia de la ciudad y ofrecernos, como resultado, un relato vívido y verosímil.
A menudo oímos: "No sé cómo podéis vivir en Madrid". Y llevan razón. Yo tampoco me lo explico. Pero si puedo, nunca me iré de esta casa ni de este barrio; cada día los encuentra uno, cómo decirlo, más cercanos, sin que por ello vea que se lo estemos quitando a nadie. Esta ciudad nos sienta a todos como ropa de niño pobre, "corta y larga". Lo que tiene de urbe lo tiene también de "campesino y lugareño", como se encargan de recordar una vez al año los rebaños de merinas que atraviesan la cañada que pasa por la Puerta de Alcalá (segundo párrafo del prólogo).
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