Editorial |
Mucho se ha especulado sobre el motivo del destierro. Lo cierto es que como dice uno de los investigadores que con mayor atención se ha dedicado al tema, John C. Thibault, ninguna afirmación sobre la causa del exilio es enteramente satisfactoria. O dicho con lenguaje científico, no hay ninguna evidencia sobre cuál fue exactamente la causa. Podemos suponer a partir de la lectura de Las Tristes (2.103-4; 3.1.51-2, y 3.5.45-52) que el motivo es doble: una composición poética —seguramente Arte de amar— y una falta que el mismo poeta califica de leve. El caso es que no hay ningún documento que nos permita afirmar nada.
Lo que sí hay es un documento que nos habla de la profunda tristeza en la que quedó sumido Ovidio en un territorio cuya lengua no hablaba —aunque la aprendió con el tiempo—, y que se pasó todo el tiempo escribiendo cartas para conseguir su redención. Las Tristes son la mejor colección de versos para saber de su desolación e incluso de su propia vida, como es la elegía 4. 10:
Mi tierno corazón, no invulnerable a las flechas de Cupido, se conmovía por la causa más leve, y a pesar de mi temperamento que se encendía con poco fuego, mi reputación no cayó envuelta en ninguna anécdota escandalosa. Casi niño todavía, díéronme una esposa ni digna ni conveniente, cuya unión se rompió en breve. Sucediole la segunda, de proceder irreprochable, pero que tampoco hubo de compartir mi lecho largo tiempo, y la última, que me acompañó basta la vejez, no se avergonzó de llamarse la esposa de un desterrado. Mi hija, dos veces fecunda en su primera juventud, aunque no de un solo esposo, me hizo otras tantas abuelo. Llegó por fin mi padre al término de su existencia, habiendo cumplido noventa años de edad, y lo lloré como él hubiese llorado mi pérdida; poco después pagué el último tributo a mi madre. ¡Felices ambos, sepultados a tiempo para no ver el día de mi condenación, y feliz yo también, porque no les hice testigos de mi infortunio ni les produje la consiguiente amargura! Si detrás de la muerte queda algo más que un vano nombre, y la leve sombra escapa a las llamas de la hoguera, y el rumor de mi falta llegó hasta vosotras, sombras de mis padres, y se juzgan mis delitos en el tribunal del infierno, quiero que sepáis la causa, y es imposible engañaros, que me ocasionó el destierro: fue por imprudente y no por criminal. Esto basta a los Manes: vuelvo a vosotros, espíritus curiosos de conocer los sucesos de mi vida. Transcurridos los años mejores, había llegado la vejez y sembrado de canas mi cabeza; desde mi nacimiento, ceñido en Pisa con la corona de olivo, el vencedor en la contienda de los carros había alcanzado diez veces el premio, cuando la cólera de un príncipe ofendido me obligó a residir en Tomos, ciudad sita a la izquierda del mar Euxino.
La causa de mi sentencia, harto conocida de todos, no necesita la confirmación de mi testimonio. ¿A qué referir la deslealtad de mis amigos, las acusaciones de los siervos y tantas amarguras más crueles que el mismo destierro? Pero mi ánimo se rebeló a sucumbir a tal prueba, y recogiendo sus fuerzas salió al fin victorioso; di al olvido la paz y los ocios de la pagada edad, tomé las armas extrañas a mis hábitos, cuando lo reclamaba la ocasión, y afronté tantos peligros por mar y tierra, como estrellas lucen en el polo que conocemos y el que se niega a nuestra vista, y después de largos rodeos arribé a las playas Sarmáticas vecinas de los Getas, hábiles en lanzar flechas. Aquí, aunque aturdido por el estruendo de las armas en torno mío resuenan, endulzo con la poesía mi triste situación; y aunque no haya un solo oído dispuesto a escucharme, abrevio y engaño con ella las horas eternas del día. Si vivo aún, y conllevo la dureza de mis trabajos, y no he llegado a aborrecer mi penosa existencia, es, Musa, gracias a ti, que me consuelas, que calmas mis inquietudes y alivias mis dolores. Tú eres mi guía y compañera; tú me libras de las riberas del Ister, y me conduces a la cumbre del Helicón; tú, caso raro, me diste en vida un nombre célebre que la fama no suele conceder más que a los muertos. La envidia, detractora de lo actual, no clavó su inicuo diente en ninguna de mis obras; habiendo producido nuestro siglo excelentes poetas, la murmuración no se enconó maligna contra mi ingenio, y si bien reconozco a muchos superiores, no se me reputa inferior a ellos, y soy muy leído en todo el orbe. Si es que encierran algo de verdad los presagios de los vates, no seré, ¡oh tierra!, tu despojo, desde el instante que muera; y ya deba al favor, ya a mis poemas este renombre, benévolo lector, recibe el testimonio legítimo de mi gratitud.
Texto tomado del sitio Imperium. Desconozco quién realizó la traducción.
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La edición que ha realizado Antonio Ramírez de Verger para Cátedra es muy recomendable, no solo por la cantidad de notas que aporta al texto y por el trabajo introductorio que lo precede, sino porque, además, ha realizado el ímprobo esfuerzo de traducir en verso.
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