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viernes, 20 de noviembre de 2020

EN DEFENSA DEL VIAJE

Cogí este libro del Koldo Mitxelena porque me llamó la atención su formato, tan similar al típico cuaderno que se lleva en el bolsillo para ir anotando en él las impresiones del viaje. Ni tan siquiera lo hojeé. Los cuadernos de todo tipo me gustan casi tanto como los libros. No pude dejarlo en la estantería.

Tony Wheeler es uno de los socios cofundadores de Lonely Planet. O sea, que se le da muy bien viajar, aunque un poco menos bien lo de escribir. De hecho, la frase más interesante de cuantas ha escrito en este librito (94 páginas) para explicarnos por qué seguiremos viajando después de la COVID-19 y por qué lo haremos de otra manera, es esta: Viajar nunca es inocuo. Comparto la afirmación, aunque podría matizarla diciendo que no debería serlo. Casos hay. Con ella se inicia el último apartado, el que lleva por título A modo de conclusión.

Lo mejor del libro es una cita que incluye en la página 88. Pertenece a Ana Briongos y está tomada de Negro sobre negro: Irán, cuadernos de viaje

Tenía 20 años, viajaba sola, y no tuve nunca ningún problema. Había dejado atrás, por una temporada, la facultad de Física de Barcelona con sus clases, sus prácticas y sus exámenes, para sumergirme en esa universidad permanente que es el recorrer países y conocer a sus gentes. No son solo los bosques, los mares, los ríos, los desiertos, los caminos y los amaneceres; como tampoco son los monumentos ni los museos: son los hombres y las mujeres y los niños que en esos caminos y desiertos viven, de los que se aprende. Viajar de joven es importante, se viaja ligero de equipaje y ligero de bolsillo y se tiene el corazón como una esponja. Los caminos del mundo son una escuela donde se templa el espíritu y se afianzan la tolerancia y la solidaridad. Se aprende a dar y a recibir, a mantener las puertas abiertas de la casa y del espíritu y sobre todo a compartir. Se aprende a disfrutar de lo poco, a valorar lo que se tiene, a ser feliz en la austeridad y a festejar la abundancia. Se aprende a escuchar y a mirar y se aprende también a querer. Los jóvenes de los países de la abundancia tendrían que dedicar un año de su vida, antes de que las obligaciones familiares o profesionales los dejen atados para siempre, a viajar por los caminos del mundo, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, con la mochila a la espalda. Perderían un año en la carrera del éxito —¡qué es un año!—, pero ganarían como personas porque se les ensancharía el horizonte, muchas veces reducido a conseguir una décima más en un examen, y el mundo entero saldría ganando.

¡Bravo por Ana Briongos!

No sé cómo serán los viajes después de la pandemia. Me temo que, más o menos, igual que antes de ella, porque los miedos se nos van pronto y, lo que es más importante, la responsabilidad con el medio ambiente, con los pueblos y culturas que visitamos, con el cuidado del planeta y de la gente que en él vive, parece que solo depende de las prohibiciones que nos impongan. Hasta ahora, la historia de los viajes, y del turismo por extensión, se reduce a si podemos llegar hasta allí, llegaremos; si nos podemos pagar lo que cuesta, lo pagaremos.

Es cierto que hay excepciones y es cierto que en el mundo anglosajón se ha practicado con bastante asiduidad el tipo de viaje del que habla Ana Briongos. De hecho, me extraña que no lo conozca, pero el año sabático, el gap year, se hizo muy común en los 60, cuando el turismo empezó a extenderse entre las clases populares, aunque ya tenía una larga tradición secular entre la clase alta. Y así debería ser el viaje, una actividad para conocer, para relacionarnos mejor, para adquirir experiencia. Cavafis nos lo recorcaba de manera hermosa

¿Seremos capaces de poner fin a esa locura de millones de turistas del mundo rico invadiendo cualquier espacio por tierra, mar y aire, para combatir el aburrimiento y porque nos lo podemos pagar?

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