Le viene a la mente una palabra japonesa: kintsugi, el arte de llenar las rajaduras de una porcelana con laca, con una resina donde se ha disuelto oro. En vez de disimular la falla, esa operación la resalta con un color vivo, con una sustancia preciosa. El objeto, lejos de ser desechado, se vuelve más valioso: luce las cicatrices del tiempo (Insomnios p 158).
Dice Ayala-Dip que todos los cuentos de Cozarinsky revelan una parte oculta, como si confirmara la célebre teoría del iceberg de Ernest Hemingway. Leemos la superficie, pero a medida que avanzamos emerge lo insospechado, el corazón de los verdaderos hechos que se nos narra. Y tiene razón. Yo, en cualquier caso, prefiero verlo como indica el último párrafo del cuento Insomnios, como si nos ofreciera solamente el relleno de la grieta para que nosotros imagináramos el objeto sobre el que se ha aplicado esa sutura.
No he leído más obra de Cozarinsky que este recién publicado En el último trago nos vamos. Las ocho narraciones cortas que recoge son suficiente invitación para buscar otros títulos. Enigmático, denso, hábil narrador, ambiguo, bonaerense universal, diestro constructor de historias en las que la penumbra se cierne sobre el argumento o como él mismo nos dice antes de comenzar Grand Hôtel des Ruines: Esta historia no tiene argumento, a menos que su argumento sea la Historia.
No os lo perdáis y, sobre todo, no os muráis, pero si os morís, no sigáis las normas que practican los recién muertos en su vida post mortem, según se nos cuenta en la primera de las narraciones. Una historia deliciosa.
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