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miércoles, 19 de junio de 2019

MEDITACIONES, MARCO AURELIO

Editorial
El emperador Marco Aurelio (121-180) formó parte de ese casi siglo de buen gobierno que supuso la dinastía Antonina para el Imperio romano. Él fue uno de los cinco buenos, aunque tuvo la mala suerte de tener que afrontar graves perturbaciones: una epidemia de peste que devastó Italia, los partos que presionaban por el este, la rebelión de Avidio Casio, las continuas incursiones en la frontera del Danubio de diversas tribus germanas. Seguramente es más conocido por su estatua ecuestre y por su columna, aunque quien no tenga ninguna información histórica le recordará por ser el emperador que muere al poco tiempo de comenzar la película Gladiator. Para los aficionados a la filosofía, en cambio, Marco Aurelio fue el autor de estas Meditaciones.

Lo mismo que Sócrates, Séneca y Epicteto, él también proclamaba la convicción estoica. Había sido educado en esta corriente filosófica y la había asumido desde temprana edad. Lo sorprendente es que la mantuviera durante toda su vida siendo como llegó a ser el máximo poder de Roma. Las doctrinas estoicas del valor, de la ecuanimidad, la imperturbabilidad (ataraxia) y la fidelidad al deber se unen en él para dar la auténtica talla de una persona. Como exclama Störig, difícilmente volverá la historia a ofrecer el espectáculo de que una medida tal de poder sea ejercida con una medida tal de autodominio y despego de sí mismo (Historia universal de la Filosofía).

Para quienes aún son reacios a la filosofía, independientemente de la escuela, doctrina o sistema, dejo aquí está reflexión del antiguo romano que siempre buscó consuelo y respuestas en ella (la negrita es mía):

El tiempo de la vida del hombre es un punto; la sustancia, fluyente; la  sensación, oscurecida; toda la constitución del cuerpo, corruptible; el alma, inquieta; el destino, enigmático; la fama, indefinible; en resumen, todas las cosas propias del cuerpo son a manera de un río; las del alma, sueño y vaho; la vida, una lucha, un destierro; la fama de la posteridad, olvido. ¿Qué hay, pues, que nos pueda llevar a salvamento? Una sola y única cosa: la filosofía. Y esta consiste en conservar el dios interior sin ultraje ni daño para que triunfe de placeres y dolores, para que no obre al acaso, y se mantenga lejos de toda falsedad y disimulo, al margen de que se haga o no se haga esto o aquello; además, para que acepte la parte que le tocare en los varios sucesos accidentales e integrantes de su parte, como procedentes de aquel origen de quien procede él mismo; y, en particular, para que aguarde la muerte en actitud plácida, no viendo en ella otra cosa más que la disolución de los elementos de que consta todo ser viviente.

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