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martes, 11 de septiembre de 2018

DE LA FALACIA INTENCIONAL A LA SUBLIMACIÓN DEL ARTE

Existe la creencia popular, y no tan popular, de que los poetas —vale aquí decir artistas— son una gente especial, con una sensibilidad especial, capaces de ver y percibir cosas que el resto no vemos. La consideración del artista como una criatura directamente inspirada por los dioses viene de muy lejos y, en buena medida, es reforzada por la muy racionalista teoría literaria del siglo XX.

Hoy asumimos sin discusión que el poema, el texto, debe ser considerado como autónomo. Su significado, según lo defendió la Nueva Crítica, debe determinarse únicamente por lo que el texto dice y no por la intención tácita o explícita del autor. Una obra, liberada de todo contexto, se convierte en un objeto público sobre el que nadie tiene un acceso privilegiado, ni siquiera el autor.

Ese camino llevado a su extremo da en considerar la obra como algo excelso —cuando lo es—, al margen de cualquier intención, miedo, deseo, habilidad, aptitud o condición del artista. Y no solo eso, sino que la preocupación de quien pone su inteligencia y su imaginación al servicio de la creación debe ser exclusivamente la ejecución de la obra.

Hace unas semanas dejé convenientemente subrayado este comentario de un traductor y crítico a quien admiro (la negrita es mía): El poeta, servidor de la creación, lo hace en un estado de fascinación en el que su única responsabilidad consiste en la realización de la obra a su nivel debido. Goethe sería inmoral solo si hubiera dejado de escribir el Werther para salvar las vidas humanas de sus lectores suicidas.

Está bien que quien trabaja en algo que le gusta se entregue con pasión a su trabajo. A todos nos conviene ese punto de ilusión y entusiasmo en la tarea. Sin duda, mejora el resultado. Pero de ahí a afirmar que la obra de arte está por encima de cualquier otra consideración hay una gran diferencia. 

El artista debe entregarse a su labor, lo mismo que cualquier otra persona se entrega a la suya. Y en esta entrega no juega ningún papel el criterio moral. Pero sí en el resultado. No tengo ninguna duda de que Goethe hubiera dejado de escribir su famoso Werther si hubiera supuesto que la lectura del mismo pudiera provocar un solo suicidio, entre otras cosas porque hasta el siglo XIX no se abandona en Europa la ecuación del idealismo platónico Verdad = Belleza = Bondad.

Estoy convencido de que no hacemos ningún favor al arte ni disfrutamos más de la obra cuando realizamos ese tipo de hiperbólicas y místicas afirmaciones, creando una atmósfera especial de actividad sobrehumana. La admiración y el reconocimiento son virtudes de quien disfruta la obra. Creer que el arte está por encima de cualquier otra consideración humana, es dotarle de una aureola que nos impide salir de la brumas mitológicas.

Dos ejemplos: es bien sabido que Wagner como persona dejaba mucho que desear; sin embargo, nada nos impide disfrutar de su obra, porque esta nada tiene que ver con su dudosa moralidad. Leni Riefenstahl fue una cineasta dotada de una enorme capacidad para el documental y tanto El triunfo de la voluntad como Olympia son consideradas obras brillantes, lo que no impide que podamos denunciar su deleznable intención propagandística al servicio de la ideología nazi. 

Ocurre que algunas criaturas están especialmente dotadas para manejar unas herramientas —palabras, pinceles, piedras, números...— mejor, muchísimo mejor que la inmensa mayoría. Sus condiciones naturales y su trabajo diario las han llevado a un nivel excepcional. Las reconocemos como las mejores en su campo y son las que hacen que avancemos como sociedad. Pero son personas, no son dioses, y su actividad no está dotada de propiedades sobrehumanas.

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