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martes, 14 de agosto de 2018

LA ILUSTRACIÓN, EL OPTIMISMO, DIOS Y UN PAR DE TERREMOTOS

Entre lo que se explica en un manual de bachillerato y la realidad suele haber una enorme distancia. Ni el espacio ni el tiempo disponible permiten otra cosa que no sean prácticos esquemas para ofrecer una idea general. En los manuales da la impresión de que los ilustrados formaban una piña y de que compartían las mismas ideas que posteriormente se irán extendiendo. No se habla del "partido devoto" ni del "partido filosófico", no se menciona la corriente radical ni la moderada, no se alude a las diferencias entre jesuitas y jansenistas. No se nombran muchas cuestiones porque si no los textos dejarían de ser manuales. Y aquí es donde leemos esa divertida y burlona historia llamada Cándido y empezamos a darnos cuenta de que hay muchos matices detrás del capítulo que los manuales habían dedicado a la Ilustración

Durante la primera mitad del XVIII el ambiente intelectual y filosófico es, en general, optimista. La razón es capaz de explicar muchas cosas y da la impresión de que la humanidad va a ganarle la partida al pesimismo. Ni tan siquiera se había manifestado el posterior enfrentamiento entre Iglesia y philosophes. Dios estaba presente en todos los instantes y sus criaturas gozaban de una auténtica libertad. El catecismo anuncia a los niños que hay Dios y Newton se lo demuestra a los sabios (Voltaire, Diccionario filosófico). Digamos que uno de los asuntos cruciales de la filosofía y de la religión —el problema del mal— parecían resueltos. Dios es bueno, Dios es omnipotente y el mal estaba muy matizado, pues vivíamos en el mejor de los mundos posibles (Leibniz, Pope, Fénelon). El fanatismo jansenista se encontraba dominado.

Pero en esto va la Tierra y se pone a temblar. Primero en Lima (1746), luego en Lisboa (1755). El mal se manifiesta y Voltaire abandona la candidez anterior para ofrecernos un relato que resulta ser la expresión más cabal del cambio de actitud. Si leemos la novelita como un debate de ideas, podemos reconocer en Cándido a Voltaire y en el maestro Pangloss a Leibniz. Así, la lección que nos ofrece el autor es la siguiente: las enseñanzas de Pangloss/Leibniz no sirven para enfrentarnos con la realidad, el auténtico aprendizaje es el que se desprende de la experiencia, y aunque los argumentos impecables del maestro no llegan a refutarse, se hace necesario abandonar el sueño metafísico que una y otra vez es contradicho por la realidad. 

Si la intención del autor fue exponer de forma novelada un profundo debate de la época, Cándido puede leerse con toda ingenuidad y disfrutar de su frenético ritmo narrativo, de la prosa impecable, de los personajes carentes de profundidad psicológica para resaltar mejor la lógica exterior de los sucesos, de la inagotable comicidad de las situaciones por las que pasan el protagonista y su maestro. Al fin y al cabo, el más alto representante de la Ilustración y de la tolerancia ha encontrado en esta obra su mejor portavoz como defensor de una vida reconciliada con el mundo a través de la amistad, la sencillez y el trabajo razonable.

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