Editorial Hiperión |
Y así, con 190 palabras, ha compuesto cada uno de los 95 textos por donde aparecen ciudades, opiniones, agradecimientos, músicos, rebeldías, perplejidades, paisajes, lecturas, amistades... La vida misma que sale al encuentro e Irazoki nos la devuelve contada desde su atalaya de observador atento, sosegado y respetuoso. Son composiciones breves, muy bien ceñidas y tremendamente eficaces gracias a la estilo directo y eficaz del autor. Algunas bellísimas, otras certeras, todas atractivas.
No me resisto a copiar la última, un auténtico canto de agradecimiento a lo que la vida le ha ofrecido (los enlaces, lógicamente, son cosa mía):
Paseo por los goces de la vida diaria. Primero un paisaje: mi gratitud al azar por haber nacido en una familia humilde. Intuyo que la abundancia desorienta. ¿Y los placeres? Escuchar tres homenajes a la inteligencia: la música de Bach, Monteverdi, Desprez. Dejar en el platillo de un violinista los gritos del saxo de Coltrane. El cinismo bondadoso de las canciones de Brassens. Las avenidas iluminadas y los recovecos oscuros de un idioma. Leer a Camus y Arendt, dos flechas éticas que me guían. Una coherencia que no crea presidios. El salmorejo, la ventresca y el rape compartidos. Los paraísos variados del sexo. Las páginas del poeta que es un vehículo transparente en sus mejores versos. No padecer el fracaso que llaman envidia. La risa que no hiere. Mi escudilla de mendigo a la que caen notas de música extranjera. El cine y los laberintos trazados por Pasolini en Teorema. Recordar el agua de la niñez. No ser el bufón de la propia conciencia. Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio.
No os lo perdáis.
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