El más fructífero y natural ejercicio de nuestro espíritu es para mi gusto la conferencia. Encuentro su uso más agradable que ninguna otra acción de nuestra vida; y esta es la razón de por qué, si se me forzara a elegir, consentiría antes, creo yo, en perder la vista antes que la facultad de oír o de hablar. Los atenienses, y también los romanos, consideraban un gran honor este ejercicio en sus academias. En nuestra época, los italianos conservan algunos vestigios, para su gran provecho, como puede verse por la comparación de nuestra viveza de entendimiento con la de ellos. El estudio de los libros es un movimiento indolente y débil que no hace restallar aquello que la conferencia descubre y exhibe de un golpe. Cuando mi adversario en una discusión tiene una mente potente y es un curtido luchador, ataca los flancos, me atosiga a izquierda y derecha; sus puyas provocan las mías; el amor propio, la gloria, la lucha me enardecen y me elevan por encima de mí mismo, pues la coincidencia de pensamientos es una cualidad muy aburrida en una conferencia.
Puesto que nuestra mente se fortifica por la comunicación con los espíritus cultivados y bien organizados, es incalculable la gran pérdida que le reporta el continuado comercio y familiaridad con espíritus banales y groseros. La excelencia de alma no es contagiosa. Tengo la suficiente experiencia del valor que tiene la contrastación con otro. amo contestar y discurrir, más sólo en un contexto reducido; pues pienso que servir de espectáculo a la multitud y exhibir orgullosamente la agudeza mental y capacidad de cacareo de uno, es una ocupación indecorosa para un hombre de honor.
Ensayos, III, 8. Traducción de Dolores Picazo y Almudena Montojo.
Hace tiempo me sorprendió una conversación que atrapé a medias en el metro de Madrid. Entre otras muchas cosas, una mujer le decía a su acompañante que a Montaigne había que leerlo a sorbos. Me pareció muy bonito, además de muy recomendable. Desde luego, cada cual puede leerlo como más le plazca, pero el inventor del ensayo me parece muy adecuado para leerlo de a poquitos, quedarse saboreando un tiempo lo leído y luego seguir con otro poquito. Y, además, ni tan siquiera necesita ser leído en el orden que marcan las páginas.
Seguramente él mismo fue el responsable de que podamos leerlo caprichosa y entrecortadamente. Los Ensayos comenzó a escribirlos sin tener ni idea de cómo iba a hacerlo, sin un plan determinado. El libro fue creciendo y creciendo —en poesía las Hojas de hierba de Whitman podrían ser su equivalente— hasta que se introdujo en él todo sobre lo que había reflexionado y experimentado, que es como decir todo cuanto sabía sobre sí mismo, pues en buena medida es él el sujeto de sus reflexiones. Sin embargo, cuando lo leemos, tenemos la sensación de que estamos leyendo sobre nosotros, porque en esas páginas se encuentra uno de los mejores análisis que se han realizado sobre la naturaleza humana.
Si se me permite opinar, por si alguien tiene intención de leerlo, pero le asusta el volumen del libro, yo recomendaría comenzar leyendo los capítulos De la ociosidad, Del arrepentimiento, De la vanidad, De la educación de los hijos, De la inconsistencia de nuestras acciones, De los caníbales, Del desmentir y De la experiencia. Si después de probar con estos el libro no os ha ganado, es que Montaigne no es vuestro ensayista de cabecera. Y leáis o no leáis el libro, que vuestra conversación sea merecedora de crédito, y vuestras palabras como las que todos emplean (Ovidio, El arte de amar).
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