Cada cual tiene sus preferencias y sus estados de ánimo. En función de ellos y de sus gustos, elige. El caso es que hace un par de días me encontraba enzarzado en una conversación telefónica sobre libros y opiniones de la que salí mal parado por culpa de Lewis Carroll —debería decir por culpa de mi penosa memoria, pero quedo mejor echándosela al genial diácono, que hace mucho que no va poder contestar—. En aquel momento no pude recordar el sentido exacto de la cita, así que vencido y derrotado me refugié en el silencio, acudí a mis libros y, ¡tachaaán!, la encontré.
En el segundo capítulo de Silvia y Bruno hablan dos personajes y surge una propuesta que, de materializarse, acabaría con la existencia de muchos libros e, incluso, con la de este poco original blog. Transcribo la conversación:
—Y qué magnífico sería que tan sólo pudiéramos aplicar esa regla a los libros. Como sabrá, para encontrar m.c.m., eliminamos una cantidad allí donde se presente, salvo en el término en el que se halla elevada a su potencia más alta. De manera que tendríamos que borrar todos los pensamientos escritos, a excepción de las frases en que cada uno de ellos estuviera expresado con la mayor intensidad.
Milady rió alegremente.
—¡Me temo que algunos libros quedarían reducidos a papel en blanco! —observó.
—Así es. La mayoría de las bibliotecas se verían menguadas en volumen. ¡Pero considere tan sólo lo que ganarían en calidad!
No cabe duda de que si suprimiéramos todo tipo de repeticiones y redujéramos la expresión de la ideas a su más afortunada formulación, la historia de la literatura se haría muy, muy pequeñita, y la mayor parte de las comunicaciones —tanto orales como escritas— desaparecerían inmediatamente. El ruido sería mucho menor, pero la vida, en general, se empobrecería de tal manera que el aburrimiento pasaría a ser la más extendida de las epidemias.
Nada es perfecto.
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