Me encantan las bibliotecas porque, en su magnitud y generosidad, siempre tienen alguna sorpresa que ofrecernos a poco que dispongamos de unos minutos para echar un vistazo en alguna estantería diferente a la que nos dirigimos para hacernos con el libro buscado. Con sorpresa no me refiero a títulos no leídos, que de esos cualquier biblioteca, aunque sea pequeña, tiene simplemente miles. No, me refiero a esos otros que de repente te miran y te dicen: Pero si llevo aquí varios años y aún no te has enterado de que existo. ¡Cómo es posible que no me hayas leído!
Si no tengo prisa, después de coger el título que busco, suelo acercarme a alguna de las secciones que no frecuento habitualmente y echar un vistazo. En esas estaba el jueves pasado; ya tenía un par de audens en la mano y me dirigí, antes de salir, a la estantería de biología. Un finísimo ejemplar en cuyo lomo estaba escrito el nombre del autor, Arsuaga, llamó mi atención. De hecho, llamó mi atención lo delgado del libro —Arsuaga suele escribrir más largo y, en general, un paleontólogo que se precie suele necesitar más de 60 páginas para exponer sus hallazgos—.
Lo saqué de la estantería, lo abrí por el inicio y leí: Creo que hay un modo fácil de entender el pensamiento darwinista, o sea, la manera que tenía de enfrentarse a los problemas que planteaba "su" teoría de la evolución. Intentaré mostrar la llave que abre la mente de Darwin en este librito, que se lee fácilmente en un par de horas. Estas líneas, el autor y ese tanto por ciento absurdo y obstinado del mundo civilizado que se niega a admitir la evidencia científica me impulsaron a llevarme el libro.
El librito se lee efectivamente en un par de horas y se lee con placer, porque Arsuaga explica bien y de forma amena. Además, cumple con creces el objetivo expresado en el primer párrafo y, sobre todo, es uno de esos textos donde el conocimiento científico fluye con naturalidad, sin apabullar a nadie y dándose a querer. O sea, una forma de entrar en la racionalidad queriendo a todo el mundo.
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