No es Muñoz Molina un escritor que me apasione, ni uno de los novelistas que me guste especialmente; sin embargo, cuando escribe artículos de opinión, suelo compartir con él lo que dice y lo que no dice. Me gusta mucho su enfoque cívico y su energía ética, su compromiso con la sociedad en la que vive y la manera sosegada de su denuncia. Y así me ocurre también con este libro.
Todo lo que era sólido es una larga reflexión, un enorme artículo de opinión, sobre España —país que sigue siendo de charanga y pandereta— y sus penurias, sobre sus males, sus vicios y sus defectos. Es un repaso a las carencias colectivas y una llamada al compromiso cívico, a la asunción de la responsabilidad, a la consecución de una sociedad adulta, laica, racional y capaz de asumir sus compromisos. Es decir, es una llamada a todo aquello que parece de sentido común, pero que a veces da la impresión de ser el menos común de los sentidos.
El libro tiene además la virtud de estar escrito desde la anécdota y desde la memoria personal y colectiva, lo que hace que su lectura sea ligera, casi como la de una novela, y este es, posiblemente, uno de los mayores aciertos estilísticos o, al menos, uno de los mejores favores que se le puede hacer al lector, porque no cae nunca en el argumento plúmbeo ni en el ejercicio moralístico, aunque todo él sea una estupenda lección de civismo.
Libro, en fin, oportuno y necesario. Tan oportuno y necesario como el ejercicio del pensamiento, porque si no, nos veremos arrastrados por lo instintivo y pasional, que es el reino de lo caprichoso y la barbarie. Como el autor nos recuerda, la democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, porque va en contra de inclinaciones muy arraigadas en los seres humanos. Lo natural no es la igualdad sino el dominio de los fuertes sobre los débiles. Lo natural es el clan familiar y la tribu, los lazos de sangre, el recelo hacia los forasteros, el apego a lo conocido, el rechazo de quien habla otra lengua o tiene otro color de piel (p. 103).
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