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domingo, 22 de agosto de 2010

PEQUEÑAS MOLESTIAS DE VERANO

Un pueblo no es una ciudad. El ruido no es el silencio. El monte no es la calle. El sosiego no es la agitación.  La proximidad no es la lejanía. Son éstas ideas claras y fácilmente comprensibles. Todos somos capaces de identificarlas y de preferir, llegado el caso, una u otra, según sea nuestro estado de ánimo, nuestra situación personal, nuestras ganas del momento.

Lo que no parece comprensible es buscar silencio en el ruido, tranquilidad en el tráfago, las virtudes del campo en el trajín de la gran urbe, la cercanía en la distancia, ni las cualidades de una aldea en el trasiego de una ciudad. Y, sin embargo, hay gente que se empeña en ello e, incluso, que cifra su éxito o fracaso en conseguir durante unos días o unas horas este acoplamiento de contrarios.

Ocurre así, por desgracia, en algunos pequeños pueblos donde estiman que recuperar la vida perdida por el despoblamiento paulatino es organizar grandes fiestas veraniegas -grandes por lo ruidosas, no por lo atractivas-, importando los modelos urbanos de discoteca o concierto en el estadio. Ocurre, claro, que el pueblo no tiene discoteca ni tiene estadio, ni tampoco presupuesto para construir un local en condiciones, y la "fiesta" se organiza en la plaza.

Ocurre, asimismo, que el pueblo no tiene jóvenes, pero que acuden a la fiesta del pueblo de sus predecesores, porque una semana no es nada, porque la fiesta sale gratis, porque de paso saludamos a la abuela a la que nunca vemos o porque también irá no sé qué primo o no sé qué amiga a la que hace tiempo no vemos. Y, así, entre birra y birra pasan la noche, dan unos saltos, saludan al personal y siguen manteniendo las mismas costumbres del finde que cultivan en la ciudad, pero más guay, porque todo es más libre y más barato.

Este es el triste y ruidoso impuesto que tienen que pagar los abuelos por tener cerca durante un puñado de días a los nietos urbanitas. Este es el penoso espectáculo que ofrecen algunos pueblos por llenar de vida el mismo durante un breve sueño de verano. Esta es la atribulada realidad de algunos pueblos que no saben gestionar su historia, ni sus costumbres, ni sus hermosas cualidades, y que, en lugar de fomentar sus virtudes, pretenden entrar en la modernidad a través del más rancio ruido.

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