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martes, 14 de abril de 2009

CLAUDIO RODRÍGUEZ

A Claudio Rodríguez ya le dedicamos una tertulia en el año 2004. Hoy vuelvo a hablar de él porque el próximo día 24 presentamos un recital con poemas de su Don de la ebriedad en la biblioteca municipal de Irún. 

Y con la intención de aportar un poco de luz a unos textos que no son fáciles, escribo esta entrada.

Siempre la claridad viene del cielo;
es un don; no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?
Y, sin embargo, -esto es un don-, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.

Este es el poema con el que da comienzo el libro y del que me voy a valer para realizar una aproximación al mismo.

Debemos comenzar por el título. El don de la ebriedad es el regalo que el entusiasmo, la borrachera de conocimiento, de iluminación, nos ofrece de manera gratuita. No el conocimiento que viene del estudio académico, del esfuerzo de manejarnos entre libros o experiencias, el que conseguimos mediante la investigación, sino la iluminación que se nos da en un momento y de manera inmediata, a modo de inspiración o, quizá, de revelación mística.

Así es como se nos da a entender desde el primer verso: la claridad no es algo que podamos adquirir con nuestro esfuerzo. Es un regalo, porque, en realidad, lo único que hace falta es ver, mirar de forma abierta, pues está en todas las cosas, las "ocupa". Y cuando somos capaces de ver, de aprehender el mundo, sentimos una gran alegría. Es una experiencia altamente gratificante.

En ese momento vemos claro, entendemos. Y esa comprensión puede plasmarse en un frase feliz; en un descubrimiento sencillo -no por simple, menos hermoso-; en un sentir que vivimos a la par de la naturaleza que nos rodea, al mismo ritmo. Es el momento en que presentimos que vida y acción marcan la misma hora. Es el momento en que intuimos que los seres no son creados, sino que tienen, tal vez, su causa, su origen, en sí mismos. La claridad así nos lo desvela.

En cualquier caso, la imagen, el lenguaje que utiliza C. Rodríguez es complejo, difícil de aprehender. La experiencia que quiere transmitirnos es ella misma inasible. Se intuye, se percibe un momento, pero el lenguaje común es insuficiente para transmitirla. Podemos vivirla, pero difícilmente podremos expresarla recurriendo a las formas habituales.

Este es, a grandes rasgos, el tema del poema y el del libro. Y ahí radica también mi discrepancia con el texto: ¿por qué la poesía es un don inaprensible?, ¿por qué el descubrimiento tiene que ser un arrobo místico?, ¿por qué la palabra tiene que ser incapaz de expresar lo más sublime?, ¿por qué se empeñan algunos autores en hacernos creer que sólo el rodeo irracional, la sugerencia velada, puede aproximarnos al gozo del descubrimiento?

Voy a decirlo con palabras más llanas: cualquier experiencia debe y puede ser dicha con palabras sencillas. En este sentido la experiencia poética no es una excepción. Es más, ni la poesía tiene en exclusiva la capacidad de expresar lo más sublime, ni sólo ella puede llevarnos a los más altos arrebatos del espíritu. Y el medio puede ser algo tan alejado de la expresión artística como, por ejemplo, la ciencia.

Palabras hermosas, bellísimas, magnéticas. Bien elegidas y mejor colocadas; pero palabras, poquito más que palabras.

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