domingo, 9 de diciembre de 2018

LA CRUCIFIXIÓN BLANCA

Fuente: Art Institute of Chicago (allí podéis ampliar más la imagen).
Me gusta mucho el irrealismo —¿realismo mágico antes del boom latinoamericano?— de Chagall, la manera que tiene de contarnos historias colocando multitud de "datos" dispersos por el lienzo, esa forma amable, colorista y aparentemente desenfadada, aunque lo que veamos sea un hecho verdaderamente grave. Muchas de sus obras tienen la apariencia de cómics reducidos a una sola viñeta. 

La crucifixión blanca, por ejemplo, recoge unas cuantas escenas distintas en torno a la imagen central de Cristo en la cruz. Por cierto, ¿por qué pintó tantos cristos un judío laico o, cuando menos, no practicante?, y ¿por qué uno vestido con el talit, el manto de oración judío, aureolado con el halo de santidad cristiana y bajo el inri redactado en hebreo, si los judíos no admiten a Cristo como rey, como divinidad? También aquí se adelanta Chagall a la moda de la fusión o mestizaje.

En primer plano, a izquierda y derecha, tenemos a un grupo de judíos huyendo apresuradamente, suponemos, de lo que está ocurriendo en otros lugares de la imagen, es decir, de la persecución a que fueron sometidos en la Europa de entreguerras. Esta obra se realizó en 1938, el mismo año en que tuvo lugar la tristemente célebre Noche de los Cristales Rotos en la que los nazis bandalizaron todo tipo de propiedades judías y se produjeron innumerables linchamientos; la escena superior derecha nos lo recuerda.

En la zona de la izquierda las escenas no son más alentadoras: un grupo con banderas rojas y armas en la mano avanza; a sus pies, una casa arde y otras dos están representadas en situación imposible; más abajo, un grupo de personas parece pedir ayuda desde una barca con la que han huido. ¿Son, tal vez, judíos que buscan refugio huyendo de la persecución de las hordas comunistas que han destruido su pueblo?

En la parte superior aparecen flotando más judíos. Sabemos que son judíos porque dos de ellos llevan el talit cubriéndoles la cabeza y uno de ellos porta la filacteria o cajita donde guardan pasajes de la Torá. Otro está tocado con la kipá. Todos ellos gesticulan vivamente. ¿Están preocupados, se encuentran en un estado de elevación propio de la meditación, son tres hombres y una mujer, es una alusión a los profetas o patriarcas bíblicos?

Todo en el lienzo nos habla de desequilibrio, de ruptura, de peligro y destrucción. Sin embargo, los colores elegidos, lo mismo que la disposición y el tratamiento de las figuras son cordiales, afectuosos y conservan un aire infantil que suaviza el dolor del que se impregna. Es como si el desastre en el que estuviéramos sumidos, fuera a ser dulcificado por la luz blanca que irrumpe desde arriba. O es, acaso, la voluntad juguetona y esperanzada del autor, impregnada de las historias amables de su infancia la que se apodera de la obra y quiere ofrecernos un orden en el caos.

Sea lo que sea, hay algo en esta obra que parece contradecir o mejor, trascender, la interpretación más extendida como obra de protesta y denuncia. ¿Será la capacidad del arte para expresar más allá de lo evidente?

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