sábado, 15 de agosto de 2009

NEW YORK, NEW YORK


Escribía Ortega y Gasset hace casi ya cien años, que el siglo XX era el siglo de las masas, de las muchedumbres, porque todo estaba lleno de gente: playas, ciudades, trenes, hoteles, paseos...

Si esa afirmación era cierta hace cien años, lo es mucho más en la actualidad, y más aún en Nueva York, ciudad atestada de gente hasta límites que a mí se me hacen insoportables. Vayas donde vayas está lleno y, además, la gente que ocupa ese espacio se mueve con soltura o tiene, aparentemente, prisa.

Nueva York es, sin duda, una ciudad llena y activa. Pero no me refiero a la actividad económica o política de las grandes instituciones —gobiernos, bolsa, empresas...—. Me refiero a las personas que deambulan por todas partes. A esa entidad a la que aludimos cuando hablamos de la gente de la calle. Da la impresión de que todas y cada una ellas tienen algo urgente y necesario que hacer, de que están profundamente ocupadas o de que llegan tarde, vaya usted a saber dónde.

Y, sin duda alguna, no es así, porque también hay parejas que quieren disfrutar de una puesta de sol desde el río Hudson, niños que juegan desentendidos de todo en los estupendos parques de la ciudad, ensimismados que buscan una imagen acorde a su estado de ánimo, mujeres que escriben una nueva línea en su diario al borde de un té, o fotógrafos que buscan el mejor punto de vista para su imagen. Es decir, como en todas partes.

A pesar de todo, está tan llena que parece que no cabe nada más. Llena de personas y de personajes; llena de objetos que se compran y se venden; llena de edificios; llena de tráfico; llena de imágenes; llena de ofertas; llena de trastos; llena de ruidos; llena incluso de recuerdos, aunque no hayamos estado anteriormente.

Sí, Nueva York está tan llena, que a mi me deja la conciencia reducida a un pequeño y perdido residuo urbano.

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