sábado, 25 de julio de 2009

TIME STOP (6ª y última entrega)



Time stop es un cuento de Diego Consuegra
(foto tomada de elpais.com)




No se me había pasado por la cabeza volver donde el chino que me lo había vendido. Cuando lo hice y a pesar de mis miedos la tienda seguía en el mismo sitio. El “todo a cien” estaba igual que hacia dos años. Entré corriendo y encontré aquel anciano chino en el mismo mostrador. Inmóvil. Quieto. Con la misma estúpida sonrisa que el día que me lo vendió. Lo zarandeé, grité y golpeé varias veces haciéndole pagar por algo que sabía que tenía que pagar yo. Era inútil.
Desesperado rebusqué por todos los cajones otro reloj igual que el mío y no encontré ninguno. Busqué la pila y tampoco dio resultado.Pasé un par de días en el bazar rebuscando en todos los cajones, los armarios, las estanterías, dentro de todos los productos, en los bolsillos del chino…busque por todo el local, lo puse de arriba abajo y no conseguí nada.Pasaron otros dos meses y el mundo seguía parado. Todo parado menos yo. Era como cuando pides ser inmortal y el deseo se cumple para todos los demás. La perspectiva de ser inmortal era horrible viendo envejecer a los demás y la que a mí me sucedía era igual de horrible. Sólo había una persona en el mundo que envejecía y esa era yo. Había conseguido una eternidad imperfecta. Los días pasaban lentamente y mi desánimo iba en aumento. Había subido varias veces a la torre más alta de la ciudad pero no reunía el valor suficiente para saltar. A pesar de que no confiaba en mi mismo aquella mañana volví a intentarlo.

Estaba en la azotea, la ciudad se extendía a mis píes y un fuerte viento hacía que caminar hacia el borde del edificio me costase enormemente, tenía el viento de cara y cada paso que daba me suponía un gran esfuerzo. El viento hacía que mi ropa sonase y ese sonido mezclado con el de un anemómetro que giraba locamente hizo que estuviese a punto de desistir en un par de ocasiones, pero ya había tomado la decisión y no me podía echar atrás. No tenía fuerzas para seguir viviendo aquel infierno. Había llegado a mi límite y lo sabía.
Ahora sólo tenía que saltar y acabar con todo. Cuando conseguí llegar al borde, escalé la valla que me separaba del abismo y una vez superado aquel último obstáculo, me agarré a ella con una mano antes de lanzarme al vacío. Entre mí y la nada había unos 40 centímetros. Antes de hacerlo decidí hacer un último intento. Sacaría la pila por última vez y la volvería a colocar. El último cartucho. El último milagro.
Pegué todo lo que pude mi cuerpo a la valla e intenté quitarme el reloj de la muñeca, ya había soltado la hebilla, lo tenía en mi mano y estaba punto de abrir el compartimiento de la pila cuando una ráfaga de viento más fuerte que las demás hizo que se me resbalase.
Di un manotazo al aire intentando atraparlo pero fue inútil. Golpeó en el borde y se precipitó al vació. Aquel instintivo manotazo hizo que perdiese el equilibrio y cayese detrás del reloj.
Estaba hecho, el destino había querido que los dos nos estrellásemos al mismo tiempo. Había descendido unos 80 metros cuando lo vi. Mi peso hacía que cayese mucho más deprisa y se acercaba a mí rápidamente. Por mi velocidad calculé que me estrellaría antes que el reloj. A pesar de aquella frenética situación todo iba muy lento, no habían transcurrido más que un par de segundos, pero veía todo a cámara lenta, como una repetición, como uno de esos documentales en los que se ve cómo un felino atrapa a su presa. Seguía cayendo y el reloj seguía acercándose. Faltarían unos 50 metros para llegar al suelo y el reloj comenzó a brillar. Algo pasaba. No sabía qué, pero ya me daba igual. Todo me daba igual.
Primero con una tenue luz y luego con una mucho más cegadora el reloj se había convertido en una especie de cometa incandescente. A pesar de su fulgor seguía bajando a la misma velocidad y yo me seguía acercando.
Faltaban unos cinco metros y casi lo había alcanzado. Nos estrellaríamos a la vez. Acabaríamos juntos lo que juntos habíamos empezado.
Tenía el reloj medio metro debajo de mí e intenté alcanzarlo estirando el brazo. Justo cuando estaba a punto de conseguirlo el reloj golpeó el suelo, la luz desapareció y vi como se rompía en mil pedazos.
Y entonces sucedió. A veinte centímetros del suelo, a veinte centímetros del final, me quedé completamente inmóvil, tan inmóvil como el resto del mundo.
No noté nada, ningún golpe, ninguna parada brusca, nada. Absolutamente nada.
Pasaron diez minutos y lo único que seguía en movimiento era mi mente. Veía una y otra vez el reloj haciéndose pedazos y aunque sabía que estaba llorando no notaba las lágrimas.
El reloj se había destruido una décima de segundo antes que yo, una décima de segundo antes que la eternidad que me esperaba mirando aquella baldosa gris que me acompañaría siempre.

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